viernes, 28 de octubre de 2016








SU MAYOR VERGÜENZA






Cuando la cinta se rompió suavemente y los vecinos congregados empezaron a aplaudir, Alvarado Fernández pensó que le había ganado la partida al cura. El pueblo por fin disponía de un cementerio civil. Un cementerio construido por y para los vecinos, un cementerio donde las familias podían enterrar a sus difuntos sin el oprobio de tener que pagar de un modo abusivo por los nichos. Un cementerio donde…
(Como buen orador, Alvarado Fernández preparó un gran discurso para aquella tarde, y los vecinos no dejaron de aplaudir y luego se marcharon tranquilamente a sus casas.)
Al final en el cementerio sólo quedaron el alcalde y el nuevo enterrador. Se miraron un momento en silencio, y el alcalde, eufórico, exclamó:
–¡Tu primo se va a quedar sin trabajo!
El alcalde se refería al viejo enterrador, el que continuaba trabajando en el cementerio parroquial, que curiosamente era primo del enterrador del nuevo cementerio.
Al alcalde le hubiera gustado que su empleado le diera la razón, pero el enterrador no respondió nada. Se limitó a bajar al cabeza y encender un pitillo.

Mientras volvía a su casa, Alvarado Fernández pensó en su padre. Además de su nombre y su apellido, Alvarado Fernández hijo había heredado de su padre su ideología política. Ahora podía por fin doblar los papeles del discurso y respirar satisfecho. Aquel cementerio había costado mucho. Para sus conciudadanos tal vez supusiera una sustancial mejora en su pecunio, pero para él era mucho más: era una cuestión de honor. En su cementerio, el cementerio del pueblo, todo el mundo tendría cabida. Los pobres suicidas no serían enterrados fuera, junto al muro, sin nicho, sin lapida, sin flores, sólo con una sencilla cruz en el suelo, tal y como los sucesivos curas habían obligado a hacer hasta ahora. Y los fusilados en la guerra tendrían un sitio de honor. (El alcalde pensaba hablar con sus familias. “Se acabaron las humillaciones”, les iba a decir. “Mataron a vuestros hijos y maridos y vosotros tuvisteis que suplicar para que os permitieran enterrarlos. Pero ahora se hará justicia…”, y al pensar esto el alcalde recordaba a su padre, que no murió en la guerra pero se pasó quince años en la cárcel.)
–Le he ganado la partida  –le digo el alcalde a su mujer. No le he quemado su iglesia, pero se acabaron sus abusos…
Y el alcalde pensó de nuevo en su padre, que había visto arder muchas iglesias y pese a todo era un hombre pacifico, que pensaba que con las palabras se conseguía más que con la violencia y desde la cárcel había animado a su hijo a lo largo de toda su carrera política. “Mi padre estaría orgulloso de mí”, pensó satisfecho. Aquel era un de los días más importantes de su vida.
–Las cosas van a empezar a cambiar… –sentenció.

Pasaron los años. El pueblo olvidó el nuevo cementerio. Las viudas continuaban visitando a sus difuntos como siempre. Y cuando les llegaba la hora pedían ser enterradas en el antiguo cementerio, el de toda la vida, a poder ser al lado de sus esposos. Y continuaban pagando el precio que marcaba el cura.
Alvarado Fernández estaba desesperado. 
–¿Cómo pueden pagar tanto por algo que pueden tener gratis? –le preguntaba a su mujer.
Lo cierto es que el cementerio civil estaba vacío. El alcalde había ofrecido trasladar sin coste alguno los restos de los difuntos de las familias que lo pidieran, pero nadie en el pueblo había formulado jamás petición alguna. Ni siquiera las familias de los fusilados, a las que tanto se las había humillado en el pasado, habían querido desenterrar a sus muertos para trasladarlos al vistoso mausoleo que el alcalde había construido para ellos.
La situación era tan grave que el alcalde se vio obligado a despedir al enterrador.
–El problema, señor alcalde, es que no está bendecido. Nadie vendrá a enterrarse hasta que el cura lo bendiga.
De pronto, el nuevo enterrador, un hombre taciturno por lo general, había roto su silencio y le había dado la solución.
Pero el alcalde no estaba dispuesto a hablar con el cura. El enterrador le dio las buenas tardes y se despidió.
El alcalde sabía que aquel hombre taciturno pero valiente iba a ponerse a trabajar con su primo. Al final el cura le estaba ganando la partida.
Las cosas siguieron como estaban. Hasta que ocurrió algo inesperado. El pobre alcalde se puso enfermo y se murió. Fue visto y no visto, una enfermedad muy rápida, casi ni se enterró de que se iba a morir.
Pero no tan rápida como él quisiera.
Aún le dio tiempo a ver entrar a el cura por la puerta de la habitación.
–¿Pero qué…?
Tenía la boca seca. Intentaba hablar y las palabras le abrasaban la lengua. El cura se dispuso a iniciar el rito de la extremaunción. El alcalde pido un papel y logro garabatear una frase. Después, por señas, logró que el papel llegara a las manos del cura.
En el papel ponía: “La religión es el opio del pueblo”.
El cura lo leyó y sonrió.
El alcalde fue enterrado en el cementerio parroquial. Su mujer pagó religiosamente el nicho.


(relato incluido en el libro "La vida mientras tanto", editorial Groenlandia)








martes, 8 de marzo de 2016












UNA HISTORIA MODERNA







Coincidimos en el rellano y los dos nos llevamos un pequeño susto. Él encendió la luz y yo llamé el ascensor. Bajamos juntos en silencio. Después salimos juntos a la calle. Creo que él llegó a balbucear un “Buenos días” apagado y casi inteligible. Yo no dije ni mu. Uno no tiene ganas de hablar a las seis de la mañana.
Curiosamente volvimos a coincidir por la tarde. Esperamos el ascensor y subimos juntos. Tampoco hablamos mucho, pero recuerdo que cuando me vio dijo: “Ya queda menos”, y a mí no me gustó su tono: un tono alegre, un tono que juzgué demasiado alegre (aunque sonreí con condescendencia, por supuesto); y tampoco entendí a qué se refería. ¿Para qué quedaba menos? ¿Para las vacaciones? ¿Para la tumba? ¿Para el partido del domingo? De todas formas la frase se quedó grabada en mi mente sin poderlo evitar. Y me la repetí varias veces hasta que mirando el calendario, de repente, di un salto de alegría. Me pareció que él, sin querer, me había dado una gran noticia: aquella era la última semana que tenía turno de mañana. Yo sabía lo que aquello significaba… Lo que no entendí es cómo se me podía haber pasado por alto… ¡Algo como eso! Yo siempre estaba al tanto de sus horarios. Y siempre esperaba con impaciencia o con resignación sus cambios de turno.
Estábamos a miércoles. Lo primero que hice cuando me levanté al día siguiente fue enviar un e-mail a Noelia. Se lo envié desde mi despacho, aprovechado la pausa del almuerzo. Ella me contestó a las dos y media, aprovechando su hora de comida. El e-mail era muy corto: “Sí. Ten paciencia”. Sólo eso. Pero confirmaba lo que yo pensaba. Y además Noelia había tenido el detalle de incluir un archivo adjunto con dos fotografías suyas. En la primera se veían sus piernas, sus piernas desde los muslos hasta los pies. Llevaba unos zapatos negros de tacón y unas medias finas también negras. Noelia tenía unas piernas largas y delgadas y unos pies pequeños y elegantes. Estaba sentada en su silla de trabajo, junto a su escritorio. Esa foto no estaba mal, pero la segunda era mejor. Era un primer plano de sus pechos. No estaban al aire, sino tapados por una camisa a rayas. Pero pese a la gruesa tela de la camisa se veía claramente que no llevaba sujetador. Se lo debía haber quitado para hacerse la foto. Y debía haber hecho algo más. Sus pezones estaban duros. Se incrustaban en la tela como si quisieran traspasarla. Era evidente que había estado tocándose. Me la imaginé sentada en el retrete, con las bragas por los tobillos y una mano sosteniendo el móvil mientras la otra se sumergía en esa selva espesa bajo la cual yacían todas mis esperanzas de felicidad. Aquello era un mal augurio y un buen preámbulo. Se avecinaban días horribles y maravillosos. Días de deseo ardiente y de infernal tormento. Yo estaba ansioso y nervioso. No sabía que hacer para distraerme.
Por fin llegó el lunes y no pude menos que darle las gracias por las fotos. Ella no solía enviarme muchas fotos últimamente. Tenía miedo de que alguien pudiera abrir sus correos. Se contaban historias de jefes que espiaban a sus trabajadores y ella había cogido miedo. Antes me enviaba unas fotos increíbles. Ahora se mostraba más recatada, pero, de todas maneras,  aquello era muy peligroso.
La semana empezó bien. El lunes fue un buen día. Tuvimos tiempo suficiente. Ella había dejado un body y dos faldas en el tendedero de la terraza, además de una buena provisión de bragas. Cuando llegué a casa ella aún no había vuelto del trabajo y pude vestirme tranquilamente. Y aún tuve tiempo de ver algunas galerías de fotos, preparar varios videos y leer un par de historias morbosas en uno de mis foros preferidos. Después ella entró silenciosamente y se preparó en el pasillo. Fue un buen día, ya lo digo. Yo no sabía que iba a darme una sorpresa. Algunas veces lo he sospechado por algún pequeño indicio. La cantidad o el tipo de ropas del tendero, o un extraño retraso injustificado, me han puesto sobre aviso. Pero aquel día no me percaté de nada raro y por tanto la sorpresa fue mayor.
Entró en el despacho vestida de policía (ella me confesó luego que era un disfraz de carnaval, tomado prestado de una amiga). Apareció de repente. Dando un golpe a la puerta. Me llevé un buen susto. Mi cuerpo dio un salto y la silla se balanceó por un instante de un modo tan inesperado que casi se vence hacia atrás. Aquello debió divertirle mucho, pero no perdió su aplomo. Ni quisiera dejó escapar una pequeña carcajada. Mientras entraba había gritado: “Arriba las manos”, y mientras avanzaba hacia mí me apuntaba con una pistola de juguete.  La pistola parecía auténtica, hay que decirlo. Y ella era muy buena actriz… Su aspecto era realmente el aspecto de un policía en plena misión. Yo estaba desconcertado. Desconcertado por sus apariencia y, sobretodo, desconcertado por sus palabras. Por su voz… Llevaba tanto tiempo sin escuchar su voz que me costó reconocerla. Había olvidado que tenía una voz preciosa. Ella podía permitirse el lujo de hablar porque aquello era un simple juego. Pero yo comprendí que renunciar a su voz había sido un error. Al margen de esto ella estuvo espléndida. Lejos de tener bastante con su aparición (fue lo que se dice una aparición estelar), se sacó del bolsillo unas esposas y me esposó a la cama. Eran unas esposas auténticas, compradas en un sex shop para la ocasión. Ni que decir tiene que nos olvidamos del ordenador. Antes de irse me dejó jugar a mí con las esposas. Se rió al descubrir que yo llevaba sus bragas rojas de encaje (“Sabía que elegirías esas”, murmuro.) y yo me reí cuando ella sacó un pequeño tarro de vaselina justo en el momento en que yo iba a buscarla en mi cómoda. Fue una maravillosa manera de empezar un cambio de turno.
Quizá por eso, por contraste, el martes fue un día verdaderamente horrible. Lo cierto es que se juntó todo. El director de la sección de tratamiento estadístico de datos me pidió un informe a última hora y eso me hizo perder un tiempo de oro. Cuando llegué a la autovía era hora punta y me pilló de lleno el atasco. No llegué a casa hasta casi las nueve y no tuvimos tiempo para nada. Ni siquiera pude cambiarme. Noelia ya estaba a punto de marcharse cuando yo entré.
–Déjame dos minutos –le pedí.
Me fui directo al ordenador. Busqué una de mis páginas comodín. Habían pocos videos nuevos y no parecían demasiado interesantes. Pero no tenía tiempo para ponerme a buscar en otros sitios. A mí me gusta variar, buscar cosas nuevas, ver lo que son capaces de hacer algunos (y lo que se atreven a enseñar). Pero a veces esos rastreos se hacen muy largos. O el servidor falla o no encuentro la palabra clave adecuada. O simplemente busco por donde no debo. Normalmente Noelia es paciente. No suele protestar. Pero yo sé cuando tiene prisa y intento ser rápido. No quiero meterla en un lío.
Comprendí que aquel no iba a ser un gran día. Las páginas comodín son las mejores para días así. No son nada especial, pero tienen muchos videos y fotos. Entré en la sección Voyeur y seleccioné un video de una pareja follando en el balcón de un hotel. No era un video nuevo. Ya lo había visto varias veces y por eso mismo sabía que el video no estaba mal. No era muy corto. La imagen era buena, aunque sólo había sonido ambiente, como es lógico. Ellos follaban con ganas. Lo hacían a pleno sol y me preguntaba cuántos les habrían pillado. Hay videos que engañan. Pero ese parecía un video sin trampa ni cartón.
Llamé a Noelia. Ella se colocó entre mis piernas. Pulsé el play. Las prisas y el malhumor hicieron que tardara demasiado en excitarme. Noelia lo hizo bien. Como a mí me gustaba. Despacio, alternando sus chupadas con lamidos y con caricias. Ella también tenía prisa pero estaba muy concentrada en lo que hacía. Yo no. Esa era la diferencia. Cuando el video terminó busque rápidamente otro. Puse el siguiente de la lista. Otra pareja. Pero en su dormitorio. Lo cerré y abrí otro. Él último. No podía perder ni un minuto más. O éste era bueno o tendría que apañármelas como pudiera. La página tardó en cargarse y solté un taco. Noelia no se movía. Levantó la cabeza y me miró preocupada. Pero le acaricié el pelo y volvió a bajar la cabeza. No había parado de tocármela. Pero mi polla estaba al cincuenta por cien. Y ella sabía que no podía hacer mucho más si yo me ponía más nervioso. Por fin empezó el video. Era una orgía. Dos mujeres para cuatro o cinco tíos. No me gustan estos videos porque normalmente se cortan en el mejor momento. O parecen una cosa y luego son otra distinta. Pero éste era bueno. Desde el primer fotograma supe que iba a servir. Era un video vintage. De los sesenta o principios de los setenta. No era amateur, pero era muy hippy, muy espontáneo. Las mujeres lo hacían bien. La imagen no era demasiado nítida pero el sonido era bueno. Los gemidos parecían auténticos. Cerré los ojos e intenté relajarme. Había mirado el reloj del ordenador. Y eso no ayudaba nada. Noelia levantó otra vez la cabeza, me miró fijamente durante un momento y sonrió. La cosa iba bien. Algunas veces ella miraba de reojo los videos y otras veces, cuando yo acababa, ella se sentaba a mi lado, en otra silla, y se hacía una paja mientras los dos mirábamos la pantalla. Eso era lo normal, pero algunas tardes era yo quien se ponía de rodillas, entre sus piernas, y era ella quien veía el video. Tengo que decir que a mí lamer coños no me atrae especialmente. Pero intento hacerlo lo mejor que puedo. “Si vas a hacer algo, mejor hacerlo bien”, es mi lema.
Aquel día no había manera. Yo estaba muy tenso. Empecé a mirar de reojo a Noelia. Pensé que en cualquier momento iba a levantarse, o a preguntarme si quería que lo dejáramos.  Pero bajó la cabeza y volvió a metérsela en la boca. El video terminó. Ya no había tiempo para más. Volví a cerrar los ojos. Noelia chupaba despacio, con ganas. Lo sabía hacer muy bien. Cambiando el ritmo de tanto en tanto, acoplándose a mis estados de ánimo. Me corrí. Me corrí con un largo y potente chorro. Noelia apartó la boca pero no soltó la polla. Ella no pone reparos a casi nada, pero no soporta tragarse el semen. Una vez lo intentó, pero le dieron ganas de vomitar.
Al final, increíblemente, todo había acabado bien. Salió rápidamente de mi casa y casi al momento escuché otra vez su puerta. “Nos hemos librado por poco”, pensé. Su marido es alto y fuerte. Noelia siempre dice que es un trozo de pan, pero yo no me fió.
Aquel día volví a decirme que estaba jugando con fuego. Pero aquello no iba a detenernos. Llevábamos ya mucho tiempo como para poder parar. Ella no pensaba parar, desde luego. Ni yo tampoco… ¿Cómo había empezado todo? Ya casi ni me acordaba. Las primeras veces yo quise hacerle el amor, por supuesto, pero ella se negó en redondo. Y luego le fui cogiendo gusto a otras cosas. Fue algo que sucedió de una manera natural. Yo no le prohibí que hablara, por ejemplo, pero un día Noelia decidió que era mejor que entre los dos no existieran las palabras. Si alguno de los dos tenía que preguntar algo, normalmente bastaba con una mirada o con un gesto, pero para casos extremos utilizábamos el ordenador. Era como una especie de chat. Yo escriba una frase y le cedía los teclados. Y ella escribía la frase siguiente.
Pero antes de eso probamos otras cosas. Ella fue mi Ama durante unas semanas. Y luego intercambiamos los papeles. Aquello estuvo bien al principio, pero luego empezamos a enviarnos e-mails y sms con ordenes que el otro debía cumplir inexorablemente estuviera donde estuviera, y claro, la cosa se nos fue de las manos. Por suerte supimos parar a tiempo. Luego probamos a follar vestidos. Fue una manera de compensarme por mi obediencia y disciplina. Lo más cerca que estuve de tener una relación completa con ella fue cuando aprovechando un momento de descuido le aparté las bragas y acerqué la polla a su coño desprotegido, pero ella reaccionó muy rápido y volvió a poner las bragas en su sitio. No me reprochó nada. Al menos no directamente. Yo me corrí encima de sus bragas y no volví a intentar nada.
Aquel pudo ser el final de nuestra relación. Pero pronto encontramos nuevos juegos. Uno me gustaba especialmente. Ella me mandaba un mensaje y cuando yo lo recibía tenía que llamarla por teléfono. Entonces empezaba a fingir. Hacía como que hablaba con un vendedor. O con su hermana. O con una prima lejana. Yo sabía que su marido estaba en casa y sabía que ella intentaría masturbarse mientras hablaba conmigo. Le decía todas las obscenidades que se me ocurrían y ella contestaba cosas como :“No. La nueva tarifa no me interesa”, pero tan pronto como podía se metía en su habitación, se sentaba en la cama y empezaba a tocarse. Y mientras lo hacía me lo iba contando con todo detalle. Hasta que de repente ella volvía a decir: “No. De verdad. No me interesa”, y yo comprendía que su marido acababa de pasar por el pasillo. Y luego volvíamos a empezar. Y así hasta que por fin ella tenía un orgasmo y yo escuchaba sus jadeos por teléfono, excitado con la idea de que su marido pudiera entrar en la habitación y descubrir lo que estaba haciendo.
Y así habíamos estado durante meses, y yo estaba cada vez más obsesionado. Algunas veces pensaba en parar, en dejarlo estar. Pero luego llegaba el cambio de turno de su marido y todo volvía a empezar…
De manera que esta semana era como todas. Cuando yo creía que no se podía llegar más lejos, ella encontraba un nuevo sendero. Pero en el fondo dábamos vueltas en círculo. Y pese a todo yo deseaba con toda mi alma que la semana no terminara nunca, que al día siguiente ella volviera a aparecer por mi puerta.
Llegó el miércoles. Ya habían pasado tres días casi sin darnos cuenta. Esta tarde no habíamos podido vernos porque ella tenía un compromiso. Yo me había consolado con el ordenador. Pero pensaba en ella. Pensaba en ella de un nodo extraño, recordando un encuentro tras otro, haciendo una especie de recapitulación mental. No era un esfuerzo consciente. Recordaba todas esas cosas mientras hacía la cena. Era tarde. Estaba cansado. Me apetecía sentarme y ver la tele. Pero sabía bien lo que iba a pasar. Sabía que cuando dieran las once me iría corriendo al ordenador. A esas horas ella ya estaría preparada. Estaba impaciente. Y, a diferencia de otras veces, esa tarde sentía un cierto remordimiento, una sensación muy molesta. Me parecía que estaba perdiendo el control… No era la primera vez que pensaba algo así, ni sería la última… Me conocía bien. Sabía que no esperaría ni un minuto. Sabía que aquel día sería como todos. ¿Pero qué podía hacer? La idea había sido mía al fin y al cabo. Aunque partió de un comentario de Noelia. De un comentario trivial, impensado. Habíamos hablado por teléfono y todo había salido bien. Su marido había deambulado por la casa sin sospechar nada. Y ella había tenido uno de esos orgasmos volcánicos que primero parece que te van a hacer saltar por los aires y luego te encienden y te dejan arrasada, devastada, como si un río de lava bullera de tu entrepierna y desde allí se expandiera por toda tu piel. Y entonces, antes de colgar, ella dijo: “¡Ojala me hubieses visto!”. Y yo tuve una idea diabólica…
De eso hacía más de dos meses. Y cada vez iba a peor… Ya no lo hacíamos sólo cuando su marido estaba en casa. Lo hacíamos en cualquier momento, incluso si ese día nos habíamos visto antes. Aquello era insano. Me llenaba la cabeza de pensamientos de una clase que jamás hubiera imaginado que pudiera tener. Yo suelo ser una persona práctica. Pero cuando por fin apagaba el ordenador, la cabeza se me convertía en un nido de murciélagos ruidosos. Todo eran chirridos y oscuridad. Me sorprendía a mí mismo pensando que la Noelia real no estaba mal, pero que la Noelia virtual era increíble. ¿Cómo podía ser tan bobo? ¿Cómo podía excitarme viéndola hacer con su marido lo que no me dejaba hacer a mí?
Ese miércoles, mientras veía la tele para hacer tiempo, decidí que había llegado el momento de hablar con ella. Después miré el reloj, apagué la tele, meé, me cepillé los dientes y me fui al despacho.
Ella encendió la cámara a las 11:08.
Lo primero que vi fue a su marido, sentado en la cama. Él idiota no sospechaba nada. No tenía ni idea de ordenadores. Ni siquiera sabía que podía ser grabado. Noelia era cada día más atrevida. Cuando apareció se colocó inmediatamente encima de él. Yo sólo podía verla de espaldas, pero en un momento dado ella ladeó ligeramente la cabeza y lanzó una rápida mirada hacia el ordenador. Me pareció que sonreía. Aquello era el colmo. Me hice una paja y salí del despacho.
El jueves le envié un e-mail al trabajo.



(Extracto del libro "A Ras de suelo", Ed. Groenlandia, en prensa. Foto del autor)




lunes, 15 de febrero de 2016














EL BAILE







El autobús abandonó la carretera y enfiló el tortuoso camino de Valldenebro. Aquello era un hecho excepcional y las pocas personas que lo vieron pasar levantaron la cabeza intrigados. Cuando llegó a la plaza, se detuvo un par de minutos. Después dio dificultosamente la vuelta e inició el empinado descenso hasta la Nacional.
Los que paseaban, volvieron rápidamente a sus casas. Los que habían asomado la cabeza por la ventana, la escondieron, cerrando sus ventanas de un golpe seco. Del autobús habían bajado cinco personas. Una mujer de unos treinta y cinco años, rubia, elegante, que llevaba en brazos un niño de pocos meses. Otros dos niños, seguramente también hijos suyos, niño y niña, de entre ocho y diez años, ella rubia, él moreno, que miraron la plaza desierta como quien mira la horca donde va a ser pronto colgado, y una muchacha delgada y nerviosa, vestida con sencillez, que se encargó de sacar las maletas y se entretuvo en despedirse del conductor cuando la mujer del niño en brazos y los dos niños de mirada asustada ya habían empezado a andar, dejándole el grueso del equipaje para ella.
La casa donde los viajeros se dirigían estaba situada al final de la calle principal. Hacía esquina con la plaza mayor y tenía dos entradas. Era con diferencia la casa más grande de la aldea, pero llevaba más de veinte años cerrada. Por eso, nada más descargar sus maletas y bolsas, abrieron las ventanas de la planta baja y encendieron el fuego de varias de las chimeneas. Después, la mujer elegante autorizó a sus dos hijos mayores a salir a jugar al jardín y, con su hijo pequeño en brazos, procedió a mostrarle a la muchacha algunas partes de la casa. Visitaron toda la planta baja, que era la planta donde antiguamente vivía el personal de servicio y donde se habían instalado ellos porque al ser las habitaciones más pequeñas y estar más resguardadas del viento, resultaban las más fáciles de caldear.
Al llegar a la escalera principal, la señora dio muestras de no querer continuar con la visita. La criada, que era eficiente y gozaba de la confianza de su señora, le preguntó si podían subir.
–No hay mucho que ver –le respondió la señora.
Sin embargo, al ver el gesto de decepción de la muchacha, decidió continuar. Llamó a su hija. Ésta llegó corriendo, extendió los brazos y cogió con cuidado a su hermano pequeño, que dormía plácidamente y no se despertó. Después miró a la criada y le indicó con un ademán desenvuelto que empezara a subir. Ella la alcanzaría enseguida, en cuanto diera unas breves instrucciones a su hija.
La criada obedeció encantada. Pero su alegría se esfumó cuando llegó arriba. La mayoría de las habitaciones de la planta superior estaban llenas de cuadros, jarrones, libros, relojes, relicarios, joyeros, armaduras y otros objetos valiosos. Aquella había sido la vivienda de verano del último conde de Romanillos, uno de los hombres más ricos de la provincia. Los dueños actuales habían dejado la mayoría de sus pertenencias donde estaban, sólo se habían limitado a poner un doble cerrojo en las puertas. Al ver las puertas cerradas, la criada decidió esperar a la señora, pensando que eso era lo correcto. No imaginaba que las puertas pudieran estar cerradas con llave ni, mucho menos, que la señora careciera de estas llaves. Por otro lado, la señora no le reveló este detalle hasta que estuvieron frente a la primera puerta, que era la del primitivo dormitorio de los anteriores señores. Entonces, sólo entonces, le confesó que no tenía la llave. Ni la de esa puerta ni las de las restantes. Su marido se había ocupado de ponerlas en un lugar seguro –explicó–, de manera que lo más que podría mostrarle serían las puertas cerradas y los pocos cuadros que colgaban de las paredes del pasillo.
Clara quiso comprobar que la puerta estaba en efecto cerrada.
Lo estaba.
Sandra pensó que ahí terminaba el corto recorrido por la planta superior.
–Bueno, creo que va siendo hora de pensar en la cena… –comentó.
Sus palabras pretendían ser una orden, pero, para su sorpresa, la muchacha insistió en continuar la visita. Era demasiado joven y llevaba muy poco tiempo trabajando de criada: no conocía bien sus límites, trataba a su señora con excesiva familiaridad y a veces, ante el estupor de ésta, se permitía ignorar sus palabras. Sandra pensó que debía recriminarla. Pero antes de que lograra encontrar las frases adecuadas (no quería ser brusca, pero tampoco quería que su sirvienta pensara que su falta era excusable), Clara se dirigió hacia la siguiente puerta, la del gran salón del baile, que se abrió suavemente cuando sus dedos hicieron girar el pomo dorado y polvoriento.
–¡Está abierta! –gritó, sin molestarse en disimular su entusiasmo.
Un instante después había desaparecido de su vista.
De nada sirvió que la señora la llamara por su nombre. La muchacha no respondió y, maldiciendo su condescendencia, tuvo que entrar a buscarla.
De pronto se encontró sumida en la más completa oscuridad.
–¿Clara? ¿Dónde estás? –gritó de nuevo.
No estaba asustada. Le resultaba muy extraño que la puerta estuviera abierta pero, como era un mujer práctica, rápidamente buscó una explicación: “Mi marido la debió abrir el año pasado, cuando vino a mostrar la casa y las tierras a unos amigos”, se dijo. Era una explicación precaria, porque su marido era una persona muy meticulosa y responsable, que nunca olvidaba cerrar una puerta (y menos aún si esa puerta protegía objetos de valor), pero, a falta de otra mejor, decidió creérsela.
Se oyó un chirrido agudo. Clara había conseguido llegar hasta una de las ventanas, a tientas, sin romper ninguno de los muchos jarrones de porcelana que se amontonaban por los rincones, colocados sobre estrechos pedestales de madera, de tal manera que quedaban a la altura perfecta para que alguna mano inocente los derribara mientras trataba de encontrar una pared que le sirviera de referencia en la oscuridad. En cuanto la luz empezó a adueñarse de la estancia la señora le ordenó que no siguiera subiendo la persiana.
El enorme salón de baile parecía un barco hundido en un mar de aguas quietas y trasparentes. Los muebles estaban tapados por sábanas blancas, las ventanas llevaban tanto tiempo cerradas que un manto de suciedad cubría las bisagras y las repisas. Pero el suelo de la zona reservada al baile estaba extrañamente limpio y reluciente. Daban ganas de subir todas las persianas, de abrir las ventanas, desamortajar los sillones, encender las lámparas de araña y ponerse a bailar frenéticamente, bailar ahora mismo, la criada con la señora, la señora con la criada, dando vueltas y vueltas al son de una música imaginaria.
Sí. Era un hermoso salón de baile. Daba pena verlo así, sumido en el olvido, a merced del polvo y la carcoma, y sin embargo aún vivo, aún palpitante, como un gran animal moribundo que reclama, entre jadeos silenciosos, un último disparo, el modo honroso de acabar con su sufrimiento. La muchacha estaba consternada. Quería decir algo pero sus sentimientos, sencillos y tiernos, no encontraban palabras con que expresarse. Sandra estuvo tentada de sonreír. Pero no lo hizo. Podía llegar a entenderla bien, pero ella era una señora, y como señora tenía otras preocupaciones en la cabeza. El salón estaba tal y como lo dejó el anterior dueño. Si la criada empezaba a rebuscar por los cajones, rápidamente descubriría una colección de valiosísimos relojes, o una pitillera de oro, o una cajita de nácar con pulseras o otras joyas de un valor insospechado, o quien sabe que otros tesoros minúsculos que poder robar más tarde, cuando los demás durmieran. No. No es que no se fiara de ella. Pero ser precavida costaba muy poco… Simplemente tenía que asegurarse de que la persiana continuara a esa altura, dejando entrar suficiente luz para no tropezar pero demasiada poca para poder explorar el lugar a fondo.
–Bueno, ¿nos vamos?
Había llegado al otro extremo del salón. La obstinación de Clara empezaba a irritarle. Ella no era una mujer fuerte. Se lo decía su marido: “Tienes que ser más dura con el personal. Les consientes mucho”. Hasta su propia madre se lo había dicho más de una vez: “Una señora tiene que mandar. Si no manda no es una señora”. Su madre, ella sí que sabía moverse por el mundo... Había criado a seis hijos, sobrevivido a una guerra, aguantado infidelidades sin perder nunca el aplomo, la elegancia, la sonrisa educada pero firme. No como ella, que no sabía ni imponerse ante una simple criada…
Se acercó a la persiana decidida a bajarla ella misma.
Una sombra negra pasó veloz y silenciosamente sobre sus cabezas.
–¡Ay! ¿Qué ha sido eso? –gritó asustada la criada.
–Tranquila. Debe haber sido un murciélago…
La criada se calmó. La señora aprovechó el incidente para volver a imponer su autoridad. Cuando cerraban la puerta escucharon un fuerte ruido. Con cierta aprensión mal disimulada, Clara volvió a abrir la puerta del salón. Aparentemente todo esta igual. En lugar de volver a atravesar toda la estancia optaron por abrir una ventana del pasillo. Era una ventana muy antigua, con postigos en lugar de persiana. La ventana quedaba a la derecha de la puerta, de manera que la luz sólo entraba en una parte del salón. Miraron detenidamente y descubrieron un cuadro en el suelo. Era un retrato fotográfico de gran tamaño, el retrato de un joven apuesto vestido con uniforme militar, con uniforme de gala, por lo que debía reflejar algún acontecimiento importante, el día de su graduación como oficial, tal vez una boda (“los militares se casan de uniforme”, pensó la señora, pero no se preguntó quién podría ser el retratado, tampoco quiso que su criada se lo preguntara, y respiró aliviada al ver que ésta permanecía en silencio). Al caer, el cristal se había hecho añicos. La fotografía y el marco estaban intactos.
–Déjalo ahí. Ya le diré a mi marido que se ocupe de él.
La criada no rechistó. Empezaba a añorar el calor y la protección de la planta baja, donde las habitaciones no escondían murciélagos y los cuadros no se caían al cerrar las puertas.
Durante las horas siguientes no sucedió nada digno de mención. Clara se encargó, con su habitual buen humor, de preparar la cena. La señora salió al jardín con sus hijos. Estaba sentada al sol, leyendo, cuando la niña se le acercó. Tan pronto la vio venir supo que había discutido con su hermano.
–Juan es un mentiroso. ¡Dile algo! –gritó.
–A ver… ¿Qué te ha dicho ahora? –preguntó su madre doblando el libro cuidadosamente y cogiéndole la mano en un gesto de cariño que pocas veces dedicaba a su hijo varón, tan parecido a su padre en todo lo malo, tan rebelde, tan poco agradecido.
La niña dudó un poco antes de hablar.
–Dice que ha hablado con un señor del siglo pasado.
–Bueno, entonces seguro que es un señor muy mayor…
–Dice que el señor le ha dicho que hacía mucho tiempo que no veía tanta gente aquí. Que esta noche habrá una fiesta estupenda.
Sandra no daba crédito a lo que acababa de escuchar. “¿Tanta gente? ¿Una fiesta? ¿Cómo son en este pueblo? Si sólo somos cinco, y el pobre Enrique casi ni cuenta… Desde luego, ¡qué exagerados! Claro que son tan pocos vecinos, y reciben tan pocas visitas… Lo mismo hasta nos montan una fiesta en nuestro honor. ¿Vendrán a avisarnos o será una fiesta sorpresa?”. Sus pensamientos eran cada vez más inverosímiles. Se reprendió a ella misma por tenerlos. Y no dio más importancia a las palabras de su hijo.
Llegó la hora de cenar. Antes de salir de Madrid, su esposo, el señor Andrés Ortiz de Madariaga, le había prometido que intentaría reunirse con ellos esa misma noche. A estas alturas, su esposa ya había dejado de esperarlo. Su marido era un hombre muy ocupado. Tenía negocios en varios puntos de país y le gustaba controlarlo todo personalmente, de manera que siempre estaba de viaje. Con los años hasta los niños se habían acostumbrado a su ausencia. Aquel día tampoco preguntaron por él. Cenaron en silencio. Después, la señora mandó a Clara a por una vieja radio que recordaba haber visto en su anterior visita. Clara buscó y buscó pero la radio no apareció por ningún lado. La señora volvió a utilizar la misma excusa. “Este marido mío cada día está más despistado. Trabaja demasiado”. Y no se habló más de asunto.
Frente al fuego, Juan quiso que Clara le contara alguna historia de miedo.
–No por favor, que luego no podré dormir –murmuró su hermana.
Temiendo ser motivo de discusión, la criada alegó que tenía que ir a preparar las bolsas de agua caliente para las camas y se marchó a la cocina. El pequeño Enrique se puso a llorar y su madre llamó a Clara para que preparara el biberón.
Llamaron a la puerta. Clara pasó el biberón a la señora y fue a abrir.
Ester, que se asustaba con facilidad, quiso quedarse con su madre. Juan acompañó a Clara.
La calle estaba completamente desierta cuando Clara abrió la puerta. Juan salió a dar una vuelta. Clara le pidió que volviera y, como no lo hacía, salió tras él. Al doblar una esquina, Clara descubrió a Juan de pie en el centro de la calle. Estaba temblando.
–Se ha ido por ahí. Por ahí…
–¿Quién? ¿Quién era?
Juan le contó a Clara que había llegado a ver a la persona que había llamado a la puerta. Le dijo que era un señor con una capa, que le había dado miedo. No podía explicar por qué. Pero le había dado miedo. Clara pensó que se trataba de algún vecino bromista. O de alguien que tenía mucha prisa, lo cual no era extraño con el frío que hacía en la calle. Atribuyó los temblores del niño al frío, se quitó la chaqueta de lana y se la colocó sobre los hombros. Después lo llevó de vuelta a la casa, hablándole de cosas agradables para quitarle los malos pensamientos de la cabeza.
Ester y la señora estaban en la puerta. Su tardanza las había impulsado a salir en su busca.
Clara las tranquilizó y todos volvieron a la cocina, que era la habitación más caliente de la casa. No había luna y la noche era muy fría. El pueblo parecía desierto. La criada pasó el candado y atrancó la puerta con un palo.
Antes de acostarse, la señora fue a la cocina. Allí, en la pared que daba al patio, al lado de un antiguo calendario, estaba colgado el único teléfono que funcionaba en toda la casa. Su situación, a varios metros de altura y en un lugar poco frecuentado por los niños, había resultado providencial. Descolgó el aparato y trató de hablar con su marido. Esta vez la reunión se llamaba Verónica. Su marido llevaba viéndola como mínimo desde antes de Navidad. Clara dormía con Juan y Ester. Ella y su hijo pequeño estaban solos. Por fin podría llorar sin temor a ser descubierta.
¿Llorar? ¿Había dicho llorar? No. Llorar era una debilidad que no podía permitirse. Ella era una señora, una auténtica señora. Su marido podía intentar engañarla con sucias telefonistas. Ella esperaría incólume, serena, hasta que él volviera a sus brazos. Ahí estaba su madre, su ejemplo. Llorar. No. Ella tenía que ser fuerte. Como su madre. Como sus hermanas.
Sí. ¿Pero cómo? Durante dos horas estuvo dando vueltas a la cama sin poder dormirse. Estaba cansada, pero no podía dejar de pensar en lo que su marido y esa mujerzuela estarían haciendo. Había sido muy ingenua al proponerle pasar unos días de vacaciones. Había hecho mal al marcharse sin él. ¿Pero qué podía hacer ahora? Estaba atrapada, atrapada en un pueblo perdido, en una casa tenebrosa, pasando frío y miedo, sintiéndose la mujer más desdichada del planeta. Llorar, llorar… eso es todo lo que deseaba. Llorar hasta no tener más lágrimas. Llorar hasta quedarse dormida.
Entonces ocurre algo… Suena un timbre. ¿Qué es? ¿La puerta? Alguien llama. Pero no. No son golpes. Es el teléfono. ¿El teléfono? ¿A media noche?
Al principio creé que es parte de la pesadilla. En algún momento ha debido dormirse pero ni siquiera dormida puede descansar. Ha tenido una pesadilla, una pesadilla horrible.
Se levanta corriendo y va a la cocina. En su pesadilla estaba en el salón de baile, no en un salón de baile desconocido sino en el salón de baile del primer piso, su salón de baile que nunca usó porque pertenece al fantasma del antiguo conde, el conde que mataron al terminar la guerra, justo el día de su boda, precisamente cuando se dirigía hacia la iglesia que hay al otro lado de la plaza. (Sólo tenía que cruzar una plaza, pero nunca llegó a hacerlo, no pudo hacerlo porque uno de sus invitados llevaba una pistola oculta en un bolsillo, un hombre que había venido de Francia con el encargo de matarlo, y lo mató, lo mató segundos antes de que un guardia civil lo matara a él. Sus cuerpos quedaron tendidos en la plaza, tan cerca el uno del otro que los riachuelos rojos que manaban de sus heridas se juntaron, se convirtieron en un único charco rojo.) Sí. La vieja historia… La leyenda… Lo que cuenta la gente del pueblo… Ella lo sabía todo. Le hubiera gustado no saberlo pero lo cierto es que lo sabía. Le habían contado esta historia hacía muchos años. Y desde entonces había estado tratando de olvidarla… Y ahora estaba soñando con ella… ¡Era eso! ¡Sólo un sueño inquietante! Camino de la cocina, Sandra se detuvo un momento y trató de tranquilizarse. No sabía por qué, pero lo cierto es que estaba aterrada. Era tan real… ¡La boda! ¡La boda del conde! Esa boda nunca había llegado a celebrarse… Y sin embargo, el sueño parecía ser la perfecta recreación de lo que sin duda debería haber sucedido aquel día, en el caso de que todo hubiera transcurrido como estaba previsto. El salón estaba lleno de invitados. Y todos bailaban, reían, se divertían. Pero eso no era todo. No. Lo más extraño, lo que no conseguía  entender, es que ella misma también estaba allí, también formaba parte de los invitados, también era un personaje más de la gran opera que su mente había concebido para ser proyectada únicamente en su propia cabeza, como una película hecha por nosotros y para nosotros, como una película cuyo director permanece oculto en las sombras y cuyo sentido es ajeno hasta para nosotros mismos. Pues, ¿qué hacía ella allí, entre gentes desconocidas, inventadas? Bailar. Así de simple… ¿Qué otra cosa se puede hacer en la celebración de una boda? Era absurdo, sí. Pero era un sueño. Y en los sueños todo es posible. Ella bailaba. Pero no era feliz. Nada de eso. Ella, en su sueño, deseaba estar en otra parte. Pero no podía. No podía porque nunca lograba soltarse de sus compañeros de baile. Y así, el sueño iba desenmascarando su verdadera naturaleza de pesadilla. La música, cada vez más estridente, su ritmo cada vez más rápido, y ella bailando y bailando, asustada, con el corazón oprimido por una angustia inexplicable, y muda, sin palabras, sin poder ni gritar, sin poder hacer otra cosa que dar vueltas y vueltas y sentir como su cuerpo era empujado por seres cuyo aspecto era cada vez más siniestro, por rostros marchitos, envejecidos, rostros borrosos, desdibujados, grotescos, que reían exageradamente y la zarandeaban de un lado a otro, que se disputaban sus manos y brazos como varios perros de presa se disputarían el cuerpo de un conejo recién cazado. ¡Dios mío! Era horrible. Y entonces el timbre, el teléfono, esa llamada salvadora en mitad de la noche, que la había hecho despertar de pronto, que la había arrojado de  vuelta a la realidad justo cuando ella ya se veía perdida para siempre en su sueño.
Volvió a acelerar el paso y aún llegó a tiempo para contestar a la llamada antes de que el aparato dejara de sonar.
–¿Sí? ¿Sí? ¿Andrés? ¿Eres tú?
Aferrada al teléfono como un náufrago a una tabla de madera, sintió una súbita alegría cuando finalmente escuchó la voz de su marido al otro lado de la línea.
–¿Sandra? ¿Eres tú? Te oigo muy mal –dijo la voz.
–¿Sí? ¿Andrés? ¿Qué pasa? Yo te oigo bien.
–No. La música. Quita la música. Está muy fuerte.
Sandra quiso decirle que no había ninguna música. ¿Cómo podía haber música si la radio no había aparecido? Pero de pronto, con un súbito espanto, recordó la pesadilla. Recordó todo lo soñado y de repente toda su alegría se derrumbó. No se disipó ni se desvaneció, sino que de derrumbó de golpe, violentamente, con una sacudida tal que ella misma hubiera jurado que el dolor que ahora recorría su cuerpo y atenazaba su garganta había causado un sonido real, un estrépito de cascotes y vigas que se hunden. Pero si el dolor tenía esa cualidad, si era tan perceptible fuera de su ser, en la propia cocina, entre los objetos y el silencio que la rodeaba, entonces todo lo demás también podía ser real. Entonces ¿qué era realmente real?, ¿qué era un sueño, qué era un recuerdo, qué era una sensación, qué era un acto cierto e inevitable y qué era sólo una imagen voluble, un reflejo de algo que no existía más que en su mente? Durante unos segundos todo se detuvo. Todo menos sus pensamientos, que se precipitan al abismo como caballos desbocados. Escuchó, muy lejana, como un eco que nos llega de no se sabe dónde, la voz de su marido. Pero ella no pudo responder. La voz parecía real. El teléfono, ese metal frío que tenía entre sus manos, parecía real… Pero ella ya no estaba segura de nada. ¿Qué hora era? ¿dónde estaba? ¿Qué hacía ella ahí, de pie junto a un teléfono, tiritando de frío y miedo? Recordó que cuando oyó el teléfono pensó que estaba soñando. ¿Y si seguía soñando? ¿Y si la pesadilla seguía, con otros protagonistas, con otro escenario, pero la misma obra, el mismo argumento? Si creyó que estaba soñando cuando estaba despierta, entonces también pudiera suceder al revés…
¿El argumento? ¡Oh, Dios! ¡Cómo no lo había pensado! Ella llevaba horas luchando contra algo, un ser maligno, invisible, un ser escurridizo, invencible… que al final no era otra cosa que el mensajero… que el mensajero del verdadero peligro… No se trataba de ella, no se trataba de lo que aparecía en el sueño, era lo que no estaba, los que no estaban…
Soltó el aparato. Lo dejó caer sin darse cuenta, conmocionada. Su marido escuchó un golpe, el sonido del auricular al chocar contra la pared. Sandra no pudo decirle ni una palabra. Bien lo hubiese querido… Su terror era tal que no pudo ni gritar. En aquel momento ya sabía que no podría hacer nada. Que todo sus esfuerzos serían inútiles. Había llegado tarde. Ya no tenía sentido correr. Pero aún así fue corriendo hacia su dormitorio. Y allí confirmó lo que ya sabía…
La cuna de Enrique estaba vacía. Instintivamente miró hacia la habitación donde Clara y sus otros hijos dormían. No entró. Se quedó donde estaba, escuchando la agradable melodía que una orquesta muy bien acompasada había empezado a tocar. Por debajo de la puerta cerrada se veía un hilo de luz. Y más arriba, al fondo de la escalera, alguien reía siniestramente. El baile acababa de empezar.



(relato perteneciente al libro "La vida mientras tanto", ed. Groenlandia, 2011, foto del autor)