martes, 1 de diciembre de 2015

















CONTRAPUNTO







ANDRÉS


Si hasta había invitado a una pareja joven a pasar la noche en el cuarto de al lado para que hicieran chirriar los muelles de la cama y que eso les sirviera de estímulo.
Fue una noche que salieron a cenar con sus compañeros de trabajo. Andrés había bebido, se había ido de la lengua más de la cuenta y había contado a un compañero que Juan se había separado de su mujer. Después había dejado que la noticia se pregonara.
Cuando toda la mesa estaba al corriente, Andrés miró a su compañero y le dijo, sin ser consciente de su cinismo:
– Tenía que acabar por saberse, estaba claro. 
Algunas horas después Irene invitó a la pareja.
–Si no tenéis donde ir, podéis venir a nuestra casa. Tenemos sitio…
Pero la pareja joven tenía donde ir y ella y Juan tuvieron que irse solos. El niño estaba con la abuela y no tenían que levantarse pronto. Después de todo no era mal momento para hacer el amor.
Ni siquiera lo intentaron.

Menos de tres meses después Andrés era motivo de conversación. Su mujer lo había dejado.
Sus compañeros fumaban y bebían.
–Tenía que saberse. Al final todo se sabe –exclamó uno.
–Pues no me lo hubiera imaginado nunca –añadió otro.
Las mujeres callaban.

 




 

IRENE



Irene siempre tuvo claro lo que no quería ser. Y siempre pensó que bastaba con eso.
Aprendió a leer y escribir en un colegio de monjas. Cuando le preguntaban: “¿Qué quieres ser de mayor, nena?”, respondía, tajante:
–Monja no.
A los dieciséis años una amiga suya se quedó embarazada. Compendió que no quería ser madre soltera.
Su hermana mayor se caso con un hombre que no la amaba y un día pensó en suicidarse y descubrió que nada la ataba a la vida. Irene se juró que nunca sería una ama de casa resignada y triste.
Irene siempre tuvo claro lo que no quería ser.
Lo que no se explicaba es cómo había acabado convirtiéndose exactamente en eso.
En lo que más odiaba.









IRENE Y ANDRÉS




Poco antes de que todo se destapara Irene fue vista en un rincón de la pista de baile, besándose con un hombre.
Andrés estaba apoyado en la barra, bebiendo. Alguien que no le tenía mucha simpatía fue a decírselo.
–¿Mi mujer? Imposible. Se ha marchado a casa –respondió tranquilamente. Y continuo bebiendo
El otro insistió:
–Que sí, que es tu mujer…
Te equivocas –volvió a responder, un poco más nervioso.
Aquel hombre se equivocaba.
Pero todos le creyeron.
Incluido Andrés



  

 

CLAUDIA




A Andrés le gustaban las cenas de trabajo. Sobretodo si su mujer no le acompañaba. Entonces podía fumar, beber, fanfarronear y contar todos los chistes verdes que le diera la gana, por muy soeces o poco graciosos que fueran.
Aquella noche había ocurrido algo extraño. Su mujer lo había acompañado durante la cena. Pero después, cuando en la misma puerta del restaurante surgió la habitual disputa entre los que querían continuar la fiesta en un bingo y los que preferían una discoteca, había anunciado inesperadamente que se iba a dormir y, lentamente, como si pasease, se había marchado calle abajo.
Desde ese momento su humor había mejorado. No bailaba, porque no le gustaba bailar, pero se sentía estupendamente. Había conseguido olvidar lo que le esperaba al llegar a casa. El alcohol y las bromas servían para eso, para olvidar, para sentirse uno más entre la multitud, un buen compañero en el trabajo y un buen camarada en las noches de juerga.
Por eso le sentó tan mal la noticia.
¿Irene? ¿Si me había dicho que…? ¿Si yo mismo la he visto irse? En unos segundos todo se detuvo. Las luces de la pista se apagaron, la música paro. Estaba a punto de echarse a llorar cuando recordó que no podía dar ese gusto a sus compañeros. Probablemente la información había pasado de boca en boca. Todos estarían esperando su reacción…
Sin embargo, el mensajero se equivocaba. Irene no estaba besándose con ningún hombre. La penumbra de la pista había contribuido a crear un malentendido, como también el hecho de que su pareja estuviese de espaldas y llevara el pelo corto.
No. Irene no estaba con ningún hombre.
Estaba con Claudia.
La mujer de Juan.

 

 




JUAN



Lo que son las cosas.
Juan pensó que nunca iba perdonar a Andrés. Se lo había contado a él. Sólo a él. Sí. Al final todo se sabe. Pero no tan pronto… Por su culpa ya no podía mirar a sus compañeros a la cara. Era el apestado. Cada día lamentaba no haber cambiado de trabajo cuando hace dos años tuvo oportunidad. Entonces aún creía que lo suyo con Claudia tenía arreglo… ¡Qué iluso!
Pero, cómo es la gente, lo cierto es que cuando se entero de que a Andrés también lo había dejado su mujer, fue de los primeros en llamarle.
Desde hace meses salen juntos a tomar algo todos los sábados.
Con los demás casi ni se hablan.
Algunos están empezando a pensar mal.



(foto de A. V. F.)

miércoles, 9 de septiembre de 2015
















EL PASTOR REENCARNADO








La verídica historia de nuestro pastor reencarnado empieza una noche de verano, hace muchos años y en un lugar muy lejano. A miles de kilómetros de aquí, el pastor reencarnado, entonces un simple mozalbete, escuchaba una conversación en la mesa de los mayores. De pronto se atrevió a interrumpir, para sorpresa de los invitados y para enojo de su padre.
–¿Los habéis buscado en la “Sima sin nombre”?
-¿La “sima sin nombre”? El tomo de enfado de su padre iba en aumento. Sólo la presencia de sus ilustres invitados le contenía. Nuestro pastor reencarnado, que sabía que en cuanto se fueran los invitados le esperaba una buena reprimenda de su progenitor, continuó sin inmutarse. Hablaba con tal seguridad que se diría que conocía bien el terreno del que estaba hablando, pero lo cierto es que allí no había estado nunca. Su familia llevaba un año viviendo en el extranjero cuando él nació. Jamás había pisado la patria de sus padres.
¿Cuáles fueron sus palabras exactas? No lo sabemos. Los que estaban presentes en aquella cena nos refieren que el muchacho contó a los invitados de su familia todo lo que sabía de aquel lugar, lo describió con gran detalle y hasta se permitió pedirme un mapa a su padre y señalar con un bolígrafo el agujero en la roca donde debían estar los huesos que buscaban. Y resultó ser extremadamente exacto y además, por sorprendente que parezca, acertado. Uno de los invitados de su familia, un exiliado que pudo retornar a su patria poco después, exploró aquel lugar y gracias al mapa del muchacho logró dar con la sima y lo más importante, con los restos de los cincuenta fusilados de la guerra que durante varias generaciones todos los hombres del valle habían estado buscando. Nadie conocía la existencia de esa sima, que no era ni muy ancha ni muy honda, pero que resultaba muy adecuada para enterrar algo que no debía ser desenterrado nunca, y por tanto nadie nunca los había buscado allí.
Allí pudo empezar la fama de nuestro pastor reencarnado, pero lo cierto es que el padre, cuando suyo lo sucedido, no le dio ninguna importancia. “Se lo habrá contado el abuelo”. El abuelo, el viejo pastor, siempre le contaba muchas historias a su nieto. Y él, el nieto, nunca se cansaba de preguntar.
Todo cambió algunos años más tarde, para entonces el mozalbete ya llevaba pantalón largo, y lo que es peor, pantalón uniformado. Había vuelto a su patria, pero en mal momento, pues acababa de estallar otra guerra. Inmediatamente fue llamado a filas y poco después se encontró oculto entre las montañas con un grueso contingente de compañeros. Una mañana, una mañana muy fría de principios del invierno, se enteró del plan de los oficiales para tomar una ciudad cercana. Y sin atender a sus consecuencias se atrevió a decir que eso era un suicidio. Lo dijo bien alto y uno de los sargentos le oyó.
 –¿Te atreves a cuestionar las ordenes de un superior?
Nuevamente demostró tener una sangre fría y una seguridad en sí mismo extraña en un muchacho de su edad, un muchacho que, para todo lo demás, se mostraba siempre tímido y apocado.
–No. Yo sólo digo que intentar cruzar por donde quieren cruzar, con la nevada que viene, va a ser muy complicado. Lo más normal es que no lleguemos al otro lado.
–El sargento miró al cielo. Hacía frío, sí, pero el cielo estaba muy despejado. Decidió, sin saber muy bien por qué, darle una oportunidad al muchacho. En otras ocasiones le había oído hablar sobre tal o cual monte o tal o cual río y tenía la equivocada impresión de que el muchacho debía ser natural de esta parte del país.
–¿Y tú qué propones, si se puede saber? –Le preguntó en tono burlón. A fin de cuentas estaba hablando con un simple soldado raso.
El muchacho le habló entonces de una estrecha garganta, tan estrecha y quebrada que muy pocos la conocían, y menos aún, pensaban que un ejército pudiera pasar por ella. Le dijo que dos semanas antes no habría sido posible caminar por allí, porque se hubieran ahogado, y que dos semanas después tampoco podrían hacerlo, porque la nieve que iba a empezar a caer se estaría derritiendo y las aguas bajarían furiosas. Pero que ahora era el momento ideal. Por otra parte, si tomaban la ruta del puerto que tenían previsto tomar, les sorprendería la nieve, las ventiscas, las avalanchas, el frío extremo por la noche y sin lugar posible donde resguardecerse, de modo que las bajas serían terribles y por lo demás llegarían tarde a su objetivo, con lo que eso supondría en el plan general de la ofensiva.
Fue tan persuasivo que el sargento decidió llevarlo hasta el refugio de los oficiales. Allí repitió todo lo que había dicho el sargento, pero con los mapas delante. Pudo comprobar como los rostros de los oficiales se trasformaban, como en sus facciones se podían traslucir perfectamente sus pensamientos, como pasaban de la incredulidad a la confianza absoluta en su plan. Fue su primer gran éxito. Le encargaron guiar a dos regimientos, la avanzadilla del ejército. Lo hizo. En una jornada, todos los soldados habían cruzado la garganta y estaban ocultos en territorio enemigo. Regresó sobre sus pasos y al día siguiente cruzaron cuatro regimientos más. El enemigo no logró descubrirles en ningún momento y se pudo iniciar el ataque a tiempo. La ciudad fue tomada. Era una gran victoria, y por primera vez en su vida nuestro pastor fue consciente de su poder, el poder de una sabiduría heredada.
Sin embargo, ese poder era un poder mucho más grande y sorprendente de lo que él imaginaba. Hasta ese momento él mismo había creído en la explicación de su padre. Pero aquello no iba a continuar por mucho tiempo. Y una certeza honda y maravillosa se acabaría imponiendo… Si él sabía todo lo que sabía su abuelo, el gran pastor, el gran hombre, el modelo a tomar por todas las generaciones venideras, porque en realidad él era… No. Aquello no podía ser cierto. ¿O sí? A todos los hombres les cuesta abrirse a la verdad. Nuestro querido muchacho no iba a ser distinto.
Las cosas aún estaban oscuras. Como un amanecer que se intuye pero que aún no se vislumbra por ninguna parte. Esa nueva conciencia de su poder, de su importancia en las operaciones tácticas que se preparaban, le jugó una mala pasada. En una conversación distendida, cometió un desliz pueril, comentó algo que no debía haber comentado nunca:
Él nunca había cruzado esa garganta antes. No había pisado esas montañas nunca. Era su abuelo quien lo había hecho. Él había nacido y vivido a miles de kilómetros de esta tierra hasta hacía sólo unos meses.
Su compañero no daba crédito a lo que escuchaba. ¿Entonces, cómo conocía tan bien el terreno, cómo lo conocía palmo a palmo, cómo sabía donde había remolinos, donde había una pequeña cueva, que zonas del bosque quedaban expuestas a la vista de los aviones y centinelas y exploradores enemigos y qué zonas eran seguras para acampar y encender un fuego que no sería detectado?
Nuestro muchacho, para justificarse, cometió un segundo error…
–La historia se repite siempre. Esto ya pasó una vez, en otra guerra, hace casi cien años.
Naturalmente aquella explicación no convenció del todo a su compañero.
–¿Pero y la nieve, cómo sabías que iba a nevar? Ninguno de los oficiales pensaba que iba a nevar y todos se equivocaron. Tú acertaste.
No había modo de responder a esa pregunta. “Fue una impresión, un sexto sentido, miré el cielo y me pareció que pronto iba a nevar, simplemente, no sé explicarlo”. El joven soldado no podía haber elegido peor persona para hacer su confesión. En pocas horas todo el ejército sabía que habían sido conducidos por un muchacho sin experiencia y sin conocimientos reales de la zona. Pero pese a todo aquella operación había sido un éxito rotundo. Eso era algo que estaba fuera de toda duda.
Por si fuera poco, otro soldado recordó entonces una vieja historia que había oído a los ancianos del pueblo, una historia que narraba cómo un ejercito quiso cruzar por las tierras altas y cómo se perdió en la niebla y cómo el viento, los acantilados, las avalanchas y el frío lo hizo desaparecer. En los meses siguientes, siempre según contaban los ancianos, con la primavera, fueron apareciendo sus cuerpos helados aquí y allá, en los lugares más inverosímiles o más cercanos, donde la nieve los había ocultado hasta ese momento. Pero otros muchos no aparecieron nunca.
En aquel momento empezó la leyenda del pastor reencarnado. Y como pasa con todas las leyendas, una vez empiezan ya son imparables.
No fue él, ciertamente, quien fomentó esas historias. Pero también es justo decir que no hizo nada por evitar su propagación.
Cuando alguien le solicitaba su opinión, no tenía el menor empacho en darla. Y le pedían toda clase de favores. Y mientras tuvieran que ver con la naturaleza o las gentes del valle, él no dudaba en cumplir lo que le pedían, que podía ser cualquier cosa, desde localizar a unas vacas perdidas hasta predecir el tiempo de las próximas semanas. Poco a poco, los aldeanos lo fueron tomando como el único del que podían fiarse. Si él decía, “sembrad ahora”, todos, hasta los más reticentes, acaban por hacerle caso. Y sus predicciones y consejos siempre fueron oportunos y ciertos. Se pueden contar con la mano las ocasiones en las que no pudo hacer lo que le pedían. Y entonces no trató de fingir o engañar a nadie. Simplemente se encogía de hombros y se daba la vuelta, dejando claro por lo demás que lo que le pedían era algo que excedía sus posibilidades. “No te voy a dar esperanzas. Eso no puedo hacerlo”, decía. Su voz sonaba tan rotunda como siempre. Nadie se atrevía a rechistar o a insistir. Su negativa era tan tajante que su prestigio aumentaba con cada negativa, en lugar de disminuir.
¡Ah! ¡Si hubiéramos estado callados! ¡Si hubiéramos sabido ser discretos! Pero no. La vanidad humana, la impaciencia, las rencillas odiosas lo estropean todo. Nuestro pastor reencarnado fue el secreto del valle, el disfrute de las gentes de los pueblos, nuestro tesoro más desconocido. Él siempre nos quiso bien pero nosotros fuimos unos desagradecidos.
Un bien día llegó un periodista. Le teníamos que haber recibido a pedradas, pero en lugar de eso, algunos de nosotros le abrieron sus puertas. Desde entonces todo se estropeó. Nos robaron al pastor. Lo engañaron. Lo quisieron convertir en algo que no era. Lo confundieron.
Así es como llegamos a aquel día infame de su confesión. De su falsa confesión. No debemos creerla. No podemos creerla. Sabemos que le obligaron a decir que todo era mentira, que él no era la reencarnación de nadie, que todo venía de los libros y de sus estudios sobre la zona. Nuestro pastor era modesto y nunca mentía. Y así hubiera seguido siendo si no hubiera salido del valle. En cuanto se lo llevaron a la televisión le robaron el alma. No metamos esos aparatos del diablo en nuestras casas. Llevadlos a los graneros, como hicimos con las radios. No dejemos entrar a esos extraños que nos arrebatan lo nuestro. Nada de lo que nos muestran puede compensar perder nuestra vida. Esa es la lección que debemos aprender de esta historia.




(foto del autor)








miércoles, 2 de septiembre de 2015
















¡Qué asco de trabajo! 



No sé de qué se quejan, se indignó la muerte. He llamado a los del sorteo de hoy y todos se han enfadado. Antes también se enfadaban. ¡Y se quejaban! ¡Cómo se quejaban! Me decían que era cruel, que eso se avisa, que no podía venir y llevármelos así, por las buenas, sin que tuvieran tiempo para despedirse o para lo que fuera. ¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Siempre me pedían tiempo!
Al final, de tan pesado y llorones que se ponían decidí darles ese gusto. Y lo hice porque yo quise, que conste, que a mí no me dice nadie lo que tengo que hacer.
Ahora me molesto en llamarlos por teléfono para decirles que les quedan 24 horas y se me enfadan igual. Y eso que yo nunca he llamado por teléfono. A mí lo que me gusta es aparecer cuando menos se lo esperan y darles un susto de muerte, un susto de muerte nunca mejor dicho, vaya, que una también tiene su sentido de humor…
La cosa es que al final intento ser amable y qué consigo. Nada. Se me enfadan igual. Les doy 24 horas y no hacen otra cosa que lamentarse y lamentarse. Estoy harta, de verdad. ¡Qué asco de trabajo!



(foto del autor)