martes, 28 de octubre de 2014





El porqué del regreso (Diario de Soria), 1-2












NUNCA PONGAS AZTEC CAMERA UNA MAÑANA DE DOMINGO
(POEMA PERSONAL)


Sólo quería pasar mi tiempo contigo.
Ni siquiera me atrevía a soñar con un beso.
Sólo quería quemar mi vida contigo.
Suavemente, leño a leño…
Sólo quería pasar mi tiempo contigo.
Vivir cada minuto junto a ti.
Gozar de la pura contemplación de tu belleza.
Sorprenderme con tu lucidez.
Asustarme con tu valentía.

Sólo quería quemar mi tiempo contigo.
Consumir cada segundo en la pura contemplación de tu belleza.
Reír contigo, deslumbrarme contigo, cegarme con tu lucidez, estremecerme
con tu mirada.

Jamás vi a nadie que mirara el mundo como tú.
Yo sólo quería vivir mi vida contigo.
Pasar mis días junto a ti.
Todo mi tiempo, gastarlo en tu compañía.
Reírme contigo, hablar contigo, respirar contigo
deslumbrarme con tu mirada.

Quien poco pide menos obtiene.
Quien nada ambiciona vacío queda.
Jamás
jamás vi a nadie que mirara el mundo como tú
lo mirabas.
La putrefacción de los sueños, la raíz podrida de las cosas
que nadie quería ver, que nadie podía aceptar
eran gotas de barro sucio que tú limpiabas con una sonrisa.

Sólo quería gastar cada segundo contigo.
Gozar de la pura contemplación de tu belleza.
Asustarme con tu lucidez.
Sorprenderme con tu valentía.
Sólo quería quemar cada segundo contigo.
Pasar todo mi tiempo junto a ti.
Pero nunca te lo dije.
Nunca te lo dije.
Nunca te lo dije.

Quien ambiciona poco, nada obtiene.
Quien nada reclama, vacío queda.
Y nada tengo excepto la certeza
de lo perdido.
Junto a la certeza aún mayor del dolor primero…
El abismo que nos separaba
sólo existía en mi imaginación.





(Poema y fotografías de A. V. F)


lunes, 27 de octubre de 2014





EJERCICIO PRÁCTICO

Hijo mío, desconfía de todos y de todo.
Desconfía de los que dicen: “Eso no pasará”.
(Son unos gafes).
Desconfía de los que dicen: “Lo pasarás bien”.
(Son unos aguafiestas).
Desconfía también de los pesimistas.
Los pequeños milagros de la vida –los hay–
acontecen delante de sus narices
sin que sean capaces de reconocerlos.
Hijo mío –resumiendo– desconfía de todos
Y de todo. Desconfía
de los que dicen que no les importas.
(Les importas: aunque sea para hacerte daño).
De los que dicen que quieren ayudarte.
(En el fondo lo único que les interesa
es mantener su reputación.)
Sé que es difícil. Pero es la única manera
de seguir a flote.
Verás, hagamos un ejercicio práctico.
Empieza por desconfiar de este poema.


(Del libro "Acto de Clausura", Universidad de Murcia. En Prensa)




viernes, 26 de septiembre de 2014




ADIÓS ES UNA PALABRA MUY CORTA


Adiós es una palabra muy corta.
Adiós es una palabra sin hermana gemela.
Adiós es una palabra dura que no se rompe con casi nada.
Adiós siempre sube desgarrando la garganta, y no intentes tragártela o te ahogarás con tu propia sangre.
Adiós es siempre un homicidio voluntario.
Adiós es un eco sin vuelo de reconocimiento.
Adiós cruza el valle y sabe al momento dónde tiene que dejar la lluvia.
Adiós es adiós lo mires por donde lo mires.

(...)





http://lasafinidadeselectivas.blogspot.com.es/2014/01/alfonso-vila-frances.html



(fotografía del autor)


jueves, 11 de septiembre de 2014













¿Puede un verso salvar a un poeta?

¿De la muerte? No. ¿Del hambre? No. ¿De la soledad? No. ¿De la locura? No. ¿Del rencor? No.

¿DEL OLVIDO? SÍ.


SÓLO POR ESTE VERSO HABRÍA QUE SALVAR DEL OLVIDO A ARMANDO BUSCARINI:

¿Qué me importa sufrir, si soy poeta? 


(Verso final de su poema "Orgullo, se puede leer entero en el libro de Juan Manuel de Prada, "Desgarrados y excéntricos", vale la pena...)



Fotografía de A. V. F.



lunes, 25 de agosto de 2014

















Esta historia es absurda de la cabeza a los pies pero no más que la vida. Voy a contarlo todo, punto por punto y coma por coma. Voy a contarlo como lo recuerdo, que no tiene por que ser como pasó. Prometo no mentir y prometo intentar no guardarme nada, por mucho que me cueste. Es todo lo que puedo hacer.
Para empezar tengo que decir que yo tenía menos de cuarenta años, 38 para ser exactos, pero ya no esperaba nada de la vida. El éxito me había llegado demasiado pronto. Pero el éxito no tenía la culpa. O no tenía toda la culpa.  Eso era algo que tenía que ver con mi carácter, con una parte de mi carácter oscura, impenetrable, dura y bien agarrada a mi alma. No podía hacer nada contra ello. Yo estaba destinado a sufrir. A no encontrar mi sitio. A ser un bicho raro estuviera donde estuviera. Con dinero o sin dinero. Con éxito o sin éxito. Pero no voy a hablar de eso ahora. No. Esta no es mi historia. Esta es la historia de T.


(...)



http://dosdisparos.com/2014/08/12/bobby-jean/#.U_sbSygflLk





miércoles, 11 de junio de 2014





SU MAYOR VERGÜENZA




Cuando la cinta se rompió suavemente y los vecinos congregados empezaron a aplaudir, Alvarado Fernández pensó que le había ganado la partida al cura. El pueblo por fin disponía de un cementerio civil. Un cementerio construido por y para los vecinos, un cementerio donde las familias podían enterrar a sus difuntos sin el oprobio de tener que pagar de un modo abusivo por los nichos. Un cementerio donde…
(Como buen orador, Alvarado Fernández preparó un gran discurso para aquella tarde, y los vecinos no dejaron de aplaudir y luego se marcharon tranquilamente a sus casas.)
Al final en el cementerio sólo quedaron el alcalde y el nuevo enterrador. Se miraron un momento en silencio, y el alcalde, eufórico, exclamó:
–¡Tu primo se va a quedar sin trabajo!
El alcalde se refería al viejo enterrador, el que continuaba trabajando en el cementerio parroquial, que curiosamente era primo del enterrador del nuevo cementerio.
Al alcalde le hubiera gustado que su empleado le diera la razón, pero el enterrador no respondió nada. Se limitó a bajar al cabeza y encender un pitillo.

Mientras volvía a su casa, Alvarado Fernández pensó en su padre. Además de su nombre y su apellido, Alvarado Fernández hijo había heredado de su padre su ideología política. Ahora podía por fin doblar los papeles del discurso y respirar satisfecho. Aquel cementerio había costado mucho. Para sus conciudadanos tal vez supusiera una sustancial mejora en su pecunio, pero para él era mucho más: era una cuestión de honor. En su cementerio, el cementerio del pueblo, todo el mundo tendría cabida. Los pobres suicidas no serían enterrados fuera, junto al muro, sin nicho, sin lapida, sin flores, sólo con una sencilla cruz en el suelo, tal y como los sucesivos curas habían obligado a hacer hasta ahora. Y los fusilados en la guerra tendrían un sitio de honor. (El alcalde pensaba hablar con sus familias. “Se acabaron las humillaciones”, les iba a decir. “Mataron a vuestros hijos y maridos y vosotros tuvisteis que suplicar para que os permitieran enterrarlos. Pero ahora se hará justicia…”, y al pensar esto el alcalde recordaba a su padre, que no murió en la guerra pero se pasó quince años en la cárcel.)
–Le he ganado la partida  –le digo el alcalde a su mujer. No le he quemado su iglesia, pero se acabaron sus abusos…
Y el alcalde pensó de nuevo en su padre, que había visto arder muchas iglesias y pese a todo era un hombre pacifico, que pensaba que con las palabras se conseguía más que con la violencia y desde la cárcel había animado a su hijo a lo largo de toda su carrera política. “Mi padre estaría orgulloso de mí”, pensó satisfecho. Aquel era un de los días más importantes de su vida.
–Las cosas van a empezar a cambiar… –sentenció.

Pasaron los años. El pueblo olvidó el nuevo cementerio. Las viudas continuaban visitando a sus difuntos como siempre. Y cuando les llegaba la hora pedían ser enterradas en el antiguo cementerio, el de toda la vida, a poder ser al lado de sus esposos. Y continuaban pagando el precio que marcaba el cura.
Alvarado Fernández estaba desesperado. 
–¿Cómo pueden pagar tanto por algo que pueden tener gratis? –le preguntaba a su mujer.
Lo cierto es que el cementerio civil estaba vacío. El alcalde había ofrecido trasladar sin coste alguno los restos de los difuntos de las familias que lo pidieran, pero nadie en el pueblo había formulado jamás petición alguna. Ni siquiera las familias de los fusilados, a las que tanto se las había humillado en el pasado, habían querido desenterrar a sus muertos para trasladarlos al vistoso mausoleo que el alcalde había construido para ellos.
La situación era tan grave que el alcalde se vio obligado a despedir al enterrador.
–El problema, señor alcalde, es que no está bendecido. Nadie vendrá a enterrarse hasta que el cura lo bendiga.
De pronto, el nuevo enterrador, un hombre taciturno por lo general, había roto su silencio y le había dado la solución.
Pero el alcalde no estaba dispuesto a hablar con el cura. El enterrador le dio las buenas tardes y se despidió.
El alcalde sabía que aquel hombre taciturno pero valiente iba a ponerse a trabajar con su primo. Al final el cura le estaba ganando la partida.
Las cosas siguieron como estaban. Hasta que ocurrió algo inesperado. El pobre alcalde se puso enfermo y se murió. Fue visto y no visto, una enfermedad muy rápida, casi ni se enterró de que se iba a morir.
Pero no tan rápida como él quisiera.
Aún le dio tiempo a ver entrar a el cura por la puerta de la habitación.
–¿Pero qué…?
Tenía la boca seca. Intentaba hablar y las palabras le abrasaban la lengua. El cura se dispuso a iniciar el rito de la extremaunción. El alcalde pido un papel y logro garabatear una frase. Después, por señas, logró que el papel llegara a las manos del cura.
En el papel ponía: “La religión es el opio del pueblo”.
El cura lo leyó y sonrió.
El alcalde fue enterrado en el cementerio parroquial. Su mujer pagó religiosamente el nicho.

(relato perteneciente al libro "La vida mientras tanto", Ed. Groenlandia, 2011)



domingo, 8 de junio de 2014











SHINE A LIGHT, THE ROLLING STONES


Olvidemos los divorcios.
Olvidemos las peleas.
Olvidemos el miedo.
El error.
La pena.
Olvidemos los gritos.
Olvidemos los tiros.
Olvidemos los besos, las sobredosis, los autobuses y las autopistas.
Olvidemos las madrugadas vacías.
Olvidemos los vasos a rebosar.
Olvidemos las palabras, los cuchillos, la mirada que atraviesa la piel,
el cuerpo que cae al río, el hielo y su fuego.
Una canción, dame una canción.
Nosotros sabemos donde está la curva.
Nosotros hemos cruzado cien veces ese puente roto.
Una canción, dame una canción.
Una canción que lanzar contra la vida.
Una canción para calentar la casa.

Olvidemos las mentiras.
Olvidemos el amor que se escribe.
Olvidemos las palabras de sílex y metal imperfecto.
Olvidemos que hay un nombre para cada herida que nos tiene atados.
Una canción. Sólo una canción.
Que tus ojos brillen en la noche. Que tu risa salte la hoguera por ti.
Mira a los otros. Todos se muerden y cantan y luego duermen y lloran.
En esta casa sin puertas sólo una canción puede cerrar la vida.
Algún día alguien dirá “yo estuve allí” y no seremos nosotros.
Dame una canción para calentar la cama.
Cuando tus manos y mis manos no bastan…


(Poema perteneciente al libro "El final del banquete", fotografía de A. V. F.)