LA VIDA Y EL ESTOICO
La vida no da nada, sólo lo presta. Pero no aceptar sus regalos por miedo al dolor de perderlos equivale a perderlos dos veces. Si disfrutas de algo y lo pierdes, sufres; pero si no lo disfrutas lo sufres igual, porque no lo tienes y porque lamentarás no haberlo tenido nunca.
viernes, 29 de junio de 2012
miércoles, 27 de junio de 2012
sábado, 23 de junio de 2012
LO
QUE PASÓ ENTRE TU PAPA Y TU MAMA
Aquel verano, ya lo sabes, trabajaba en
el yacimiento. Y aquella noche habíamos bajado en los coches al pueblo, a un
pueblo cercano. Nos habían dicho que eran fiestas y que habría música en
directo. Y allí fuimos, sin saber que íbamos a encontrar. Yo estaba de muy mal
humor. Había hablado por teléfono con Helena, mi primera mujer. El despacho del
director estaba ocupado y había tenido que usar uno de los teléfonos de la zona
de administración. Esos teléfonos no eran seguros. Las paredes provisionales
dejaban pasar todo tipo de sonidos. Desde el despacho contiguo te podían
escuchar perfectamente, sin necesidad de recurrir a ningún truco. Y yo había
acabado gritando y maldiciéndola, con el teléfono en la mano (Helena ya había
colgado). Por pura casualidad me tocó compartir una furgoneta con una chica
llamada Emma. Yo no tenía nada contra ella, por supuesto. Lo que hiciera con su
novio era su problema. Y lo que su novio le hiciera a ella, también era su
problema. (Yo había visto muchas parejas así, las veía llegar todos los
primeros de mes y las veía romperse a los pocos días: demasiadas mujeres cerca,
demasiados hombres dispuestos a mostrarse comprensivos, demasiada bebida,
demasiadas estrellas sobre tu cabeza y demasiados kilómetros a cualquier parte,
era lo que tenía excavar en pleno altiplano, con una simple tienda de campaña
como casa). Aquella noche, lo vi enseguida, ella también tenía problemas. Al
principio intentó disimular. Quiso bailar, reír, beber, hacer lo que hacían
todos, pero a medida que pasaban las horas iba hundiéndose en su amargura, como
yo también iba hundiéndome en la mía. De manera que el viaje de vuelta fue muy
silencioso. Todos dormían menos el conductor, ella que iba en la parte de
atrás, apretujada junto a la ventana, y yo, que iba en el asiento del copiloto.
Ella miraba a través del cristal y lloraba en silencio. También estaba
borracha. Yo había visto muchas veces esa escena: ella llorando borracha, él
follando tranquilamente en alguna tienda, o puede que en alguna litera de algún
barracón de la zona intermedia, en cualquier caso estaba con otra y eso no era
nada extraño, ni que su novia acabara llorando en un rincón… No. Aquello pasaba
todas las noches. No era nada especial… Algunas noches veía a alguna pareja
discutiendo cuando hacía mi ronda. Otras veces recogía a alguna chica o algún
chico y me los llevaba a un lugar cubierto, porque las noches del altiplano
eran muy traicioneras, y no quería que, además de con el corazón roto,
amanecieran con un resfriado horrendo o algo peor. Aquello no era algo de lo
que me gustaba hablar. Yo me limitaba a mirar y no actuaba si no era necesario.
Y allí, en esa furgoneta, mirando a Emma por el espejo retrovisor, actuar no me
parecía necesario. Ella aún trataba de mantener el tipo. No quería que la
vieran llorando. Pero en cuanto bajara del vehículo, se echaría a los brazos de
cualquiera. Y era guapa. No le faltarían candidatos para consolarla.
¿Aquello estaba bien? Todas las noches
pasaba lo mismo en algún lugar del campamento. No todos los hombres se
comportaban de igual modo, desde luego. Algunos no paraban de ligar y otros se
quedaban a dos velas. Algunos eran fieles a sus parejas y otros eran fieles a
su entrepierna. Para estos últimos Emma era una más, un polvo de una noche y
una nueva muesca en su revolver… Era una pena. Pero así estaban las cosas.
Mientras regresábamos al campamento me pregunté con quién acabaría la noche.
Conocía a varios posibles candidatos. Los veía actuar todas las noches. Seguía
todos sus pasos. Conocía sus métodos. Era testigo de sus momentos de triunfo.
Pero nunca traté de ser como ellos. Ni cuando tenía su edad ni ahora que estaba
en una posición ventajosa. Tener las llaves del almacén y de la cocina tenía
sus ventajas. Pero yo no quería utilizar esas ventajas. No me parecía ético. Pero
esa noche era distinta. La escapada al pueblo, a ese pueblo que había resultado
no ser mas que una aldea miserable, no había hecho sino aumentar mi enfado.
Estaba enfadado por todo, por mi vida, por mi mala suerte, pero sobretodo
estaba enfadado con Helena. Y eso no era nada nuevo. Cada vez que hablábamos
por teléfono acabábamos discutiendo por una cosa o por otra, pero esa noche yo
me notaba especialmente irritado. Tal vez era cosa de la luna llena. Tal vez
era consecuencia de lo sucedido los últimos días en el campamento. O tal vez
era sólo envidia. Simple envidia. Estaba rodeado de jóvenes, de jóvenes en los
que yo ya no me reconocía. Cinco años antes yo era como ellos… Ahora yo notaba
que ya no encajaba en su mundo, pero tampoco encajaba en ningún otro lugar. Ese enfado se hacía extensible, sin que yo
pudiera evitarlo, a todas las mujeres que me rodeaban. Alguien tenía que
pagarlo…
Menos de una hora después Emma estaba en
mi cama, bien dispuesta, preparada para lo que iba a suceder. Ya no lloraba.
Estaba tan decidida como yo. Iba a pagar a su novio con la misma moneda. Y
esperaba, esperaba porque pensaba que era mejor dejar que yo creyera que la
iniciativa era mía. Esperaba porque un resto de pudor le decía que era mejor
hacerse la remolona. Las mujeres, muchas mujeres por lo menos, tienen un
instinto natural para eso. Son muy buenas actuando. Saben qué se espera que
hagan. Saben cuando tienen que fingir ignorancia y cuando deben traslucir
picardía. Emma era de esas. En un abrir y cerrar de ojos entendía cómo quería
hacerlo yo. Y no tuvo el menor reparo en complacerme. No lo hacía por mí. En el
sexo ni el amor nadie da gratis nada. En mi placer estaba su venganza. En mi
venganza, curiosamente, también estaba su placer. ¿Qué puedo decir? ¿Fue una
estupidez? Sí. Supongo… Ganas de meterse en líos…. ¡Cómo si no tuviera
bastantes! ¿Fue un buen polvo? ¡Más que eso! Fue un polvo cojonudo, tan bueno
como sólo los polvos inesperados con una desconocida pueden llegar a ser.
Yo no he tenido muchas experiencias tan
placenteras en mi vida. Al menos en ese terreno. Salió todo perfecto. Se la
metí sin problemas y tuve un orgasmo brutal, de esos que te hacen gritar como
un salvaje. De todas formas, sea como sea, al final siempre se arrepiente uno.
Normalmente es sólo un momento, pero es inevitable. Hagas lo que hagas, siempre
te viene a la cabeza la maldita pregunta: “¿Qué he hecho?”. A veces es después,
inmediatamente después. Pero otras veces es mientras… Y entonces es peor,
porque un segundo de ofuscación (o de lucidez, según se mire…), un segundo de
pensar: “¿Qué estoy haciendo?”, lo puede joder todo, puede mandar toda la
emoción y la felicidad del momento al carajo.
Por suerte aquella noche todo salió bien.
Ya lo he dicho… Al menos, mientras…
Porque diez segundos después de terminar ya estaba arrepentido. Arrepentido de
lo que había hecho y arrepentido de lo que iba a hacer… Ella estaba encima mío.
Se había colocado así tan pronto había acabado. Lo habíamos hecho por detrás,
en silencio, ella tumbada en la cama, con la cabeza ladeada, sin mirarnos. Así
era más fácil. De manera que me había corrido muy pronto. Y ahora ella quería
su parte de botín. Y en eso estaba, sobre mí, moviéndose dificultosamente,
haciendo resbalar su cuerpo sobre mi pene, que ya no estaba para nada, que iba
perdiendo volumen a toda prisa. Yo, pese a todo, intentaba cooperar. Pero para
eso tenía que alejar los malos pensamientos. Por lo que a mí se refería,
aquello estaba de más. Otro hombre en mi situación se hubiera levantado sin
más, o se la hubiera quitado de encima sin miramientos. Yo no estaba obligado a
nada. Con tu mujer, con tu novia, no puedes ser maleducado, pero ella no era
nada, no era ni mi mujer ni mi novia. Probablemente no volveríamos a acostarnos
nunca. Y sin embargo, algo me decía que aquello no estaría bien, que debía
esperar a que ella terminase, aunque luego le diera una patada en el culo…. Así
que aguanté, aguanté como pude (una situación bastante incómoda, desde luego)
hasta que ella lanzó un gemido agónico y se hizo a un lado. Luego me levanté y
me fui. En realidad la que se debería ir era ella (estaba en mi cama, no sé si
lo he dicho), pero un estúpido prejuicio me impedía echarla tan pronto, así que
decidí concederle un poco de tiempo mientras iba a mear y a beber agua.
Cuando volví, ella seguía ahí. Por lo
visto se había quedado dormida. Pensé en despertarla, pero el mismo prejuicio
de antes me lo impidió. De manera que me metí en el hueco que quedaba libre y
me acosté para, una vez allí, pensar en cómo salir de la situación. Porque lo
cierto es que la situación ya no estaba bajo mi control. Ella dormía
placidamente. Yo no me atrevía a echarla. Aquello no iba bien…. No faltaba
mucho para el amanecer. Y, en ningún caso, ella debía ser vista saliendo de mi
habitación. Si eso ocurría yo podía acabar teniendo problemas. Tenía que hacer
algo… Pero me dormí. Estaba cansado. Me dormí a su lado. Y me olvidé de ella. Un
rato después noté que alguien me tocaba el culo y me asusté. Aún era de noche. Cuando
recordé que no estaba solo en la cama, me di la lentamente la vuelta y pude ver
como Emma me sonreía. Esa sonrisa me previno sobre lo que iba a suceder a
continuación. Y yo asentí del mismo modo, con una sonrisa forzada. Aquello era
muy peligroso. Aquello se me iba de las manos. ¿Pero qué podía hacer? Quería
volver a acostarme con ella. Lo deseaba tanto como ella. Sin decir nada, sin
hacer el menor ruido, Emma se deslizó suavemente sobre mis piernas y se sentó
sobre mí. Mi polla desapareció en un túnel negro y no emergió hasta un buen rato
después, exhausta y vencida. Ella se dejó caer a mi lado y me besó. Me pareció
que aquello era demasiado, que tenía que actuar ya mismo, sin perder ni un
segundo más. Una cosa es acostarse con una mujer y otra cosa es acabar dándose
achuchones cariñosos. Yo sé donde te llevan los besos, los mimos y los
lametones. Tenía que cortar por lo sano. Antes de que se durmiera otra vez, le
di una pequeña sacudida y le dije, muy serio:
-Si te quedas preñada yo no quiero saber
nada. Que quede claro.
Ella se enfadó mucho. Me llamó cabrón y
cerdo insensible y no sé qué cosas más. Yo respiré tranquilo. Ella se fue y me
quedé solo, pensando que no era para tanto. Luego me pregunté si no había ido
demasiado lejos. Pero ella se había marchado y, con un poco de suerte, nadie
sabría nada. Y eso era lo único importante.
A partir de ese momento Emma fue un caso
cerrado. Yo continué con mi vida de siempre. Y ella siguió con la suya. No
volvimos a acostarnos en todo el verano, ni tuvimos la menor intención de
hacerlo. Ella aguantó toda la campaña. Se peleó con el capullo de su novio,
como suponía, pero no se fue (se fue él). Lo que hizo fue liarse con un
arqueólogo. Bueno, con un aspirante a arqueólogo, un chaval que, dentro de lo
que cabe, no me resultaba demasiado desagradable. Un día no la vi en el comedor
y le pregunté por ella. “Se ha ido a Madrid, pero vendrá pasado mañana”, me
contestó. No volví a preguntar por ella ni me paré a pensar qué motivos le
habían llevado a irse a Madrid.
Nos volvimos a ver casi medio año
después, en unas conferencias de la facultad. Ella estaba sola. Al principio
traté de evitarla. Pero ella vino hacia mí después de la conferencia y me habló
como si fuera un viejo amigo. De manera que nos fuimos a un bar y nos sentamos
a tomar algo. Le pregunté por el futuro arqueólogo y me contestó que seguían
juntos.
–¿No te caen muy bien, los arqueólogos,
verdad? –me preguntó.
–Tú misma lo has visto. Son unos
prepotentes… Y unos explotadores. El tuyo aún es un pimpollo, pero ya crecerá…
Estuvimos hablando del campamento, de la
excavación, de la comida (mala y poca) y los insultos y desprecios a los que
sometían a los estudiantes (eso sí, siempre de modo indirecto, guardando las
apariencias…). Luego hablamos de su vida privada. Me contó que Pedro, así se
llamaba, estaba a punto de leer su tesis doctoral y que estaba insoportable.
Que no se le podía decir nada y que siempre estaba encerrado en el despacho, o
en la biblioteca de la universidad. De sus palabras deduje que su relación no
tenía futuro. Para entonces yo ya estaba decidido a quedarme con ella, a hacer
que esa misma noche se viniera conmigo, costara lo que costara. ¿Por qué? Para
empezar porque estaba muy guapa. Así como estaba, vestida con un simple vaquero
y una camisa ajustada, con el pelo cortado a lo chico en lugar de su media
melena. Y segundo: porque yo había estado todo este tiempo pensando en ella.
Todas estas noches y días sin podérmela quitar de la cabeza. Lo que había
empezado con un simple polvo se había convertido en una obsesión. O algo peor
que eso.
La cogí de la mano y la arrastré hasta el
coche. Mi intención era esperar hasta llegar a mi casa, pero empezamos a follar
en el mismo garaje. Como ella llevaba vaqueros, resultó un poco incómodo
hacerlo en el asiento del conductor y nos fuimos a los asientos traseros. No sé
cuantas personas le vieron el culo (a esa horas el garaje, un garaje del
centro, de esos que van por horas, estaba bastante concurrido), pero nadie nos
molestó. De todas formas, aquello eran sólo –los dos lo sabíamos– los
preámbulos. Ella llamó a Pedro y le soltó una excusa. Luego pasamos la noche en
mi piso.
Por la mañana se fue y no volví a verla
hasta un mes después. Fue un mes desesperante, uno de los meses más largos e
insoportables de mi vida. Todas las tardes esperaba que me llamara. Si salía de
casa sufría pensando que ella podría llamar justo en ese momento. Luego
imaginaba un montón de problemas. Imaginaba que ella perdía mi número, que su
novio se volvía loco por la tesis, cosas así.
En aquel momento ya no tenía dudas.
Estaba colado por ella. Yo ya era mayor para esas tonterías, pero había vuelto
a caer en las redes del amor como un bobo. Para intentar quitármela de la
cabeza, iba a ver a mi ex mujer y a mi hijo. Pero era inútil. Mi sentido común
había dejado de funcionar. Había algo en ella que había cambiado. Sólo habíamos
estado juntos una noche, pero aquello había sido suficiente para saber que
aquella joven ingenua, casi inocente, del pasado verano se había convertido en
una mujer mucho más adulta, más segura de si misma. Pero aún conservaba el
entusiasmo en sus ojos. Estaba en el momento perfecto, ese momento entre la
madurez y la resignación, entre la astucia y la desconfianza. Sabía mucho más
de la vida, pero aún tenía ganas de comerse el mundo, aún no estaba
escarmentada. Yo sabía que, si no perdíamos el tiempo, aún podíamos ser felices
durante algunos años. Pero no le había dicho nada. La había dejado ir como un
idiota. Y ahora todo dependía de ella, de su voluntad o deseo de volver a
verme.
Y, sin embargo, llamó. Llamó cuando ya casi
no la esperaba. Llamó para quedar en un bar, para decirme que “Teníamos que
hablar” (algo que siempre me ha sonado muy mal). Pero llamó. Llamó y eso es lo
que importa.
Pasara lo que pasara, yo estaba contento.
Y contento hubiera ido al matadero…
“Ya lo has visto todo en esta vida”,
solía repetirme por entonces. Pero me equivocaba. Y aquella tarde la vida me
soltó dos buenos sopapos.
–¿Recuerdas julio? ¿No sabes para que me
fui a Madrid? ¿De verdad que no te lo imaginas?
Le respondí la verdad. Ni me lo imaginaba
entonces ni me lo imaginaba ahora.
–Fui a abortar. Seguí tu consejo.
No estaba enfadada. Pero tampoco estaba
contenta. Me costó reaccionar. No entendía para qué me lo contaba a estas
alturas. Ella no tardó en aclarármelo.
–Lo que no me explico es cómo he sido tan
imbécil… Cómo me ha vuelto a pasar…
¿Qué? ¿Estaba oyendo eso? Aquello no
podía ser cierto…
–Eso es imposible… –protesté.
–No. De eso nada. Difícil sí. Imposible
no.
No quedaba mucho más que decir. Durante
los siguientes diez minutos estuve odiándome a mí mismo. ¿Cómo podía tener tan
mala suerte? Con mi mujer ya me había casado de penalti. Otra vez la misma
historia… Traté de buscar una salvación desesperada. Le pregunté si estaba
seguro que era mío (algo que nunca se debe hacer en estos casos). Ella podía
haberse levantado de la mesa y haber desaparecido de mi vida para siempre. Pero
me miró fijamente y se limitó a decir.
–Es tuyo. Seguro.
Me contó que con Pedro siempre usaban
condón. Que con el único hombre que había sido tan imprudente era conmigo. Y
que no se explicaba cómo había sido tan insensata.
–La culpa no es tuya. Es mía –le dije
–No. Es de los dos… –replicó ella.
Salimos juntos del bar. Aunque no hacía
ninguna falta, aún le pregunté qué pensaba hacer.
–Aún puedo seguir tu consejo –me
contestó, sonriendo.
–De eso nada –le respondí yo.
Nos dimos un beso. Ella trajo sus cosas y
arrinconó mis trastos en un cuarto. El resto, hijo mío, tú ya lo sabes…
(Relato del autor perteneciente al libro "A ras de suelo")
(Fotografía del autor)
MORRISSEY.
LIFE IS A PIGSTY
¿La vida es una porquería? ¿O es peor que eso?
http://www.youtube.com/watch?v=uRFKWxLX0_U
MINUTO LITERARIO:
"Quien piense que por el simple hecho de
acostarse con una mujer ya tiene derecho a entrar en su vida está muy
equivocado y, o es un ignorante, o es un imbécil. Yo he pasado por eso muchas
veces (o suficientes veces como para terminar aceptando la realidad más
incómoda: que, en la mayoría de los casos, no era más que un ser
insignificante, otro nombre en la lista), y sé que no dedo esperar nada del
sexo en un terreno que no sea el terreno sexual. Al mismo tiempo también sé que
esta verdad tan obvia resulta igual de opaca para algunas mujeres, que piensan
que por el hecho de haber entrado en tu cama, ya tienen vía libre para husmear
en todos los recovecos de tu vida. Algunas mujeres valoran mucho el sexo y algunos
hombres valoran mucho el sexo y aunque cada grupo parta de un supuesto distinto
(radicalmente distinto), el resultado es siempre el mismo: decepción y
confusión, un estado de insatisfacción que les resulta incomprensible y una
inquietud desconcertante que se puede resumir en una pregunta: “¿Y ahora qué?”.
Pues bien, desde mi modesta experiencia
(y lo de modesta no lo digo por vanidad, sino porque mi experiencia en este
punto es verdaderamente limitada), la única forma de salvar esa terrible
travesía que supone las primeras horas en la vida de una pareja es hablar o
dejar hablar. Y que conste que digo “hablar o dejar hablar”, no ambas cosas a
la vez, pues, contrariamente a lo que se piensa, hablar y dejar hablar no son
actividades simultáneas, ni siquiera, a veces, son actividades compatibles. Y,
ya puestos, conviene aclarar también que he utilizado la expresión “primeras
horas de la vida de una pareja” porque me estoy refiriendo únicamente a los
casos en los que el hombre o la mujer acuerdan de modo tácito que lo que han
hecho hace un momento, el sexo compartido, sea cual haya sido el resultado de
esta experiencia, es sólo el punto de inicio de una relación entre dos
personas. Esto no ocurre todas las veces. Pero ocurre más veces de las que
debería ocurrir. Me explicaré... Puede suceder, por ejemplo, que uno de los dos
considere que todo ha concluido, pero por un extraño escrúpulo o por cualquier
otro motivo prefiera ocultarlo a su compañera o compañero. O puede suceder que
los dos piensen lo mismo pero no se decidan a revelarle al otro sus
pensamientos. En ambos casos el fruto de ese silencio innecesario y nocivo es
alargar durante un tiempo, ya sean días, semanas o meses una relación que ha
nacido muerta y que jamás va a resucitar.
¿Por qué me detengo en estas
observaciones que parecen tan elementales? Todos deberíamos detenernos en estas
observaciones que sí, son elementales, por supuesto, pero también son
tremendamente importantes, todo el futuro de nuestra relación, toda nuestra
futura dicha o desgracia depende de ellas. Pero qué poco nos paramos a pensar.
Salimos de la cama y ya estamos haciendo planes. Planes de huida o planes de
construcción, pero planes individuales, planes secretos, planes que no
confesamos a nuestra pareja. ¿Y para qué? ¿Acaso nos creemos tan fuertes como
para edificar algo o hundir algo sin la intervención del otro? Lo primero que
deberíamos hacer sería hacernos un examen de conciencia. Fríamente preguntarnos
qué buscábamos la noche anterior y qué vamos a hacer ahora que lo hemos obtenido.
Las cosas, bajo la cruda luz del día, se ven de otro modo. Y después, una vez
que hayamos sido verdaderamente sinceros con nosotros mismos, deberíamos actuar
en consecuencia. Y que conste que digo “actuar”, no digo “hablar”. Porque si
decidimos, por ejemplo, marcharnos a nuestra casa, poco hay que hablar con el
otro. Y si decidimos quedarnos tampoco hay mucho que hablar, nos quedamos y en
paz. Lo que no deberíamos hacer es lo que solemos hacer (y yo soy el primero en
reconocer mis errores): no hacer ese examen de conciencia, y trasladar nuestra
confusión y nuestras dudas a la otra persona, esperando que ella o él nos
indiquen el camino a seguir. Ese error tan habitual, poner nuestra decisión en
manos de otra persona, casi siempre sale muy caro.
¿Qué suelo hacer yo? ¿Hablar o dejar
hablar? (Me refiero en el caso de que decida quedarme, no salir corriendo,
después de superadas mis propias dudas.)
Mi experiencia como marido me debería
invalidar para cualquier respuesta. Después de varios años de matrimonio uno
pierde cualquier interés por las palabras, ya sean oídas o declaradas por uno
mismo. El matrimonio es como la virginidad. Si se pasa por ahí, ya no hay
vuelta atrás. Por mucho que reniegues de ello. Pero de todas formas, puestos a
elegir, siempre es mejor dejar hablar que hablar. Olvídate de lo que quieras
saber tú y limítate a entender lo que te dice ella, que ya es mucho. Ese es mi
consejo.
¿Y bien? ¿Qué hice yo? ¿Qué le dije o qué
dejé que Laura me dijera esa mañana? Algunas mujeres tienen un repentino
interés en conocer tu vida. Te preguntan por las novias, amantes o mujeres que
has tenido. Quieren saber qué posición ocupan en la lista y que posición pueden
ocupar en el futuro. Quieren saber contra quien van a tener que pelear. Laura
no. Laura no era una de ellas. Estuvo toda la mañana y parte de la tarde en mi
casa y no preguntó nada que tuviera que ver con mi pasado sentimental. Ni
siquiera me preguntó por mi mujer, y eso que ella la conocía."
(Extracto de la novela del autor "Primer Premio")
miércoles, 20 de junio de 2012
DECEPCIONES
No había río
en Debrecen,
ni castillo
en Santa Cruz de Moya.
La famosa Cueva
del Lobo
resultó ser
un agujero minúsculo,
y cuando
alcanzamos la cima del pico Guara
después de
cuatro horas de dura caminata,
la niebla
nos impidió contemplar la vista.
Ninguna de
estas decepciones
ensombreció
un ápice la tarde,
y de haber
conocido de antemano el resultado
de la búsqueda,
no por ello hubiese dejado
de emprenderla.
(Poema del autor perteneciente al libro "A golpe de palabras", ayuntamiento de Rute, 2001)
viernes, 15 de junio de 2012
miércoles, 13 de junio de 2012
AL DEMONIO PROUST Y SU MAGDALENA...
If
Joan of Arc
Had
a heart
Would
she give it as a gift
To
such as me
Who
longs to see
How
an angel ought to be…
OMD.
Joan of Arc (Maid of Orleans). La estoy oyendo ahora. La he oído mil veces y
nunca me canso de ella. Normalmente no lo pienso: cómo se puede soportar la
perfección. Pero hoy lo he pensado. Y sé la respuesta: no se puede. Cuando uno
comprende que nunca va a escribir una canción así lo mejor que podría hacer con
su vida sería suicidarse. Pero uno no se suicida. Uno se casa y tiene hijos. Y
se pasa toda la vida en un trabajo horrible. Y no vuelve a tocar nunca su
guitarra. La esconde en un cuarto siniestro, tan siniestro como su alma. Y reza
para que la muerte venga pronto. Para que le libere por fin de su dolor, de su
culpa, de su cobardía.
O
un buen día coge su coche y aprieta el acelerador al fondo. Pero luego frena. Y
entonces busca una botella, una raya, un coño. Entonces busca cualquier excusa.
Cualquier motivo para volver a tener fuerzas. Pero no fuerzas para vivir. No
eso porque para eso sabe que nunca más volverá a tener fuerzas. Sino fuerzas
para acabar con ese teatro estúpido, con ese simulacro barato que es la vida,
la vida que lleva y que es como un cáncer silencioso que le va devorando por
dentro. Un cáncer que te obliga a sonreír. Un cáncer educado y lento, muy
lento. Sin prisa. Un cáncer tan vulgar y práctico como el cáncer del vecino.
No. Yo no me engaño. La verdadera vida acaba a los veinte años. O la los
veinticinco. Cuando dejas de soñar. Cuando comprendes que tu nunca vas a estar
en ese escenario. O no vas a escribir esa novela. O no vas a pintar ese cuadro,
o vas a vivir ese viaje…. En ese mismo momento mueres. Pero es una muerte
invisible. Una muerte interior. Una muerte de la que sólo tú eres consciente. Y
ya sólo te queda esperar la otra muerte. La muerte oficial. Pero esa muerte
puede tardar mucho. Esa muerte puede parecer que no va a llegar nunca. Y
entonces surge la desesperante necesidad de hacer algo. Por eso estoy yo aquí.
Porque no quiero hacer nada.
(extracto de la novela del autor "Libro del fugitivo")
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